Feliciano Ramírez Rimachi da testimonio con sus manos retorcidas, golpeadas y cada una con un dedo menos, mientras se aferra a una Biblia gastada.
Sus manos cuentan la historia de aquel día en el año 1988, cuando sacó una bandera del Sendero Luminoso de color rojo (el color de la firma del grupo maoísta) de la tierra de Carhuahurán, su aldea Andina en la montaña en la provincia de Huanta. Los terroristas, quienes ya lo habían anticipado, habían plantado explosivos alrededor de ella.
"Escuché un sonido como el de un fósforo encendido,” dijo. "Traté de lanzar la bomba lejos, pero explotó".
Esa acción hizo que Feliciano se convirtiera en un héroe de guerra. Más adelante se convirtió en alcalde, pero su inquebrantable propósito sigue siendo el conservar la memoria de su comunidad.
Feliciano cuenta su historia, la cual es una historia de resiliencia. Se la ha contado una y otra vez a los visitantes, periodistas e investigadores, pero lo más importante es contarla bien.
“Vivíamos cerca de la muerte todos los días, con miedo a los terroristas y a los soldados,” cuenta Feliciano. Para protegerse del frío de la montaña mete las manos en los bolsillos de una chaqueta que una vez estuvo adornada con detalles de cuero, que ahora ya han desaparecido.
Comienza su historia contando cuando el Sendero Luminoso llegó por primera vez en 1978. “Estaba formado por un grupo de estudiantes de la Universidad de Huamanga”, comenta. “En un principio, ellos no vinieron a matar. Sino que vinieron a hacer que la gente conociera las doctrinas del Sendero Luminoso”.
Los estudiantes molestaron a la gente durante un festival y las autoridades los azotaron. Dos años más tarde, el día de Navidad, los rebeldes que ahora imponían su ideología con las armas, mataron a siete personas. “Esas siete personas resultaron ser las mismas personas que los habían azotado”, relató.
Ese año hubo más muertes y ya para el año 1980, los aldeanos estaban aterrorizados. “Dormíamos en las montañas. Nadie permanecía en Carhuahurán durante la noche,” cuenta Feliciano. “Nos escondíamos en cuevas”. Los aldeanos organizaron rondas campesinas y las patrullas vigilaban que no vinieran los terroristas.
Lo mismo sucedía en la zona de Ayacucho, una de las regiones más pobres del Perú. Los líderes del Sendero Luminoso procedentes de esta zona, decían representar a los pueblos indígenas marginados; pero su interés se basaba en un juego de suma cero: había que unirse a ellos o morir.
Los militares se instalaron en el área, pero en lugar de proteger a los aldeanos, trajeron más derramamiento de sangre. Según la Comisión de la Verdad y la Reconciliación, las fuerzas armadas cometieron violaciones generalizadas de los derechos humanos bajo la bandera “aplastar el terrorismo”.
En Carhuahurán, el lugar en donde se instalaron, “los soldados se convirtieron en los jefes," cuenta Feliciano. “No podíamos trabajar la tierra. Teníamos que apoyar a la base militar abasteciéndolos con leña y alimentos.”
“Teníamos que ayudar a buscar a los terroristas y los soldados nos hacían caminar delante de ellos,” relató. “Nos encontrábamos más cerca de la muerte que cualquier otra personas”.
Feliciano, quien es cristiano evangélico, se consolaba al pensar que Dios estaba con él y Las palabras de Génesis 28:15 que dicen “Estoy contigo y te cuidaré dondequiera que vayas” se convirtieron en su escritura favorita.
No obstante, Feliciano, al igual que muchas otras personas en Carhuahurán, no abandonó el lugar. El y muchos otros se quedaron y sobrevivieron a los ataques de los terroristas y la ocupación militar.
Su historia es una historia de fortaleza y sus manos dan testimonio del precio que tuvo que pagar.
Por otro lado, a unas 78 millas de distancia y después de muchas horas de manejo en carreteras montañosas, se encuentra la capital regional, la ciudad de Ayacucho; en dónde otro grupo se enfoca en recordar.
La Asociación Nacional de Familiares Secuestrados, Detenidos y Desaparecidos del Perú (ANFASEF) se inició como un grupo de mujeres que simplemente no querían quedarse con los brazos cruzados. Sus esposos y seres queridos habían sido detenidos, asesinados o, como lo dice esa terrible palabra... habían desaparecido. . Ellas marcharon exigiendo respuestas, a pesar del peligro que eso representaba en los años 80.
El grupo creó el Museo de la Memoria el cual utiliza fotografías, arte tradicional, recreaciones de escenas, exhibiciones interactivas y artefactos que cuentan las atrocidades cometidas por los perpetradores.
El resultado es una historia visual de la época del Sendero Luminoso, elaborada y narrada minuciosamente por un miembro de la ANFASEF. En ella usted escucha acerca de las más de 100 personas en Putis, que fueron asesinadas a balazos después de que los soldados les ordenasen cavar una zanja, la cual supuestamente sería utilizada para peces. Allí usted se entera acerca de la ejecución de seis hombres a quienes los soldados sacaron de un servicio religioso en Callqui y les dispararon mientras que el resto de la congregación se veía obligada a seguir cantando. Usted podrá ver la recreación de una de las celdas del Estadio de Fútbol de Huanta, utilizada por los militares para torturar a sospechosos de terrorismo.
Las “ropas vacías” donadas por los familiares, representan a los muchos hombres, mujeres y niños desaparecidos.
El testimonio escrito de una mujer que cuenta el significado de un pequeño tarro de metal que le dio un soldado después de haber alimentado a su perro con él. “Si este tarrito tuviera vida, lo contaría todo,” escribe.
Además, una exposición llamada “Las dos caras de la muerte” muestra una pantalla doble de dioramas tradicionales que detallan los horrores. En uno de sus lados, muestra en un diseño rojo los actos cometidos por los terroristas: decapitaciones, lapidaciones, la matanza de autoridades de la aldea y otras. Al otro lado, en verde, se muestran los delitos cometidos por los soldados: como el lanzamiento de personas desde helicópteros, la quema de cuerpos humanos en los hornos, el asesinato de miembros inocentes de las familias.
Las mujeres de la ANFASEF hablan de los desaparecidos y las víctimas que muchos años después, son exhumadas de fosas poco profundas y cuyos restos son enviados de regreso a sus familiares.
De las casi 70.000 personas que murieron entre 1980 y el 2000, tres cuartas partes eran indígenas o quechuas.
“El tour del museo finaliza con la frase “Para que no se repita. Para que esto nunca ocurra otra vez. Ese es, después de todo, el propósito de recordar todo ese dolor.
Los sobrevivientes cuentan sus historias y es importante que las cuenten bien.